14 de agosto de 2012

Brigit


Brigit cayó arrodillada junto a la fuente del jardín. Veía en su reflejo la luna ascender, haciéndose paso entre las estrellas. Antes de media noche, a prohibición del rey, debía regresar a su alcoba. El acceso a la estancia se realizaba a través de una maraña de escaleras y patios empedrados de hadas. Las paredes de aquel templo, armoniosamente talladas de detalles, la acompañaron en su trayecto.

Con cuidado, retiró las sedosas telas a modo de cortinas para poder disfrutar de la noche desde su ventana. Un bosque se mecía bajo sus ojos, extendiéndose hasta toparse con el gran foso que rodeaba el castillo. La verja que custodiaba aquellos árboles no se abría nunca, a pesar de las inquietantes historias que algunos valientes transeúntes narraban.

El silencio reinaba en aquellas tierras. Sólo se oía de vez en cuando el tintinear de una colección de campanas sitiadas junto a la verja. Esa noche, Brigit apreciaba con nostalgia la extraña convinación de sonidos siseados por la brisa. Ese llanto del viento iba acompañado de brillantes hilos deslizándose en la oscuridad de la noche.

Según la leyenda, sólo eran los petrificados cantos de mariposa, débiles halos que titubean hasta la llegada del amanecer. Abrumadas por su triunfo, mueren sus alas, dejando caer la luz de la luna sobre el lecho del lago. Allí contaban, que una frágil silueta bailaba ballet a las orillas de la inmortalidad, persiguiendo el perfume de las notas y acunando al viento en sus suspiros.

Dicen que vivía de la música, y sus lágrimas eran las que daban vida al lago. Pero Brigit no veía lago desde su ventana, ni escuchaba nada más allá del frío silencio. Y todos los días, lloraba entre sollozos, alimentando el foso que rodeaba aquel palacio y la separaba de los abrazos del viento.